The joys of self denial 4

“You must be at least curious, surely?” Ernesto wheedled. “After all this time.”

He slid the plane ticket over the cafe table. Pablo, poet in exile, cultural icon, curator of national nostalgias, looked at it sceptically.

He’d lived in Geneva for thirty years, summoning up his homeland in tightly constructed poems and infrequent public statements. They enabled his countrymen to relive a world gone by, where the present was stable and productive, where hopes were fresh and the future attainable. They reaffirmed their ideals in his measured and wry protestations.

He had rendered their hopes timeless and inviolate by his verse and also by his absence. He was a distant reminder of what ought to be.

“Come home Pablo,” cajoled Ernesto.

The warrant for his arrest had been rescinded years ago. An academic bursary had been offered and declined.

He had denied himself the quotidian experience of the land his work embodied. He had denied himself the buses, the pastries, the pollution, the buskers, the smell of drains and gardens. He had denied himself the humid transference from summer to autumn, the uniquely tinged streetlamps, the myriad worthless small coins wearing holes in one’s pockets. He had denied himself the ageing of friends and the natural entropy of families.

He had not gone back because, in his heart, he suspected it wasn’t there anymore. A football team could summon up as much of a national identity as his meticulously crafted poems.

“You can lecture, give readings,” enthused Ernesto. “It’s all arranged.” He pointed at the ticket, “First class. All expenses paid.”

Pablo shut his eyes and thought of all the ordinary things he had missed over the years. And of all the things that had gone on without him.

“It’s better I stay,” he said, and pushed the ticket away.


Los placeres de la renuncia.

“¿Seguro que no sentís un poco de curiosidad después de tanto tiempo?” insinuó Ernesto.

Pablo, poeta en exilio, ícono de cultura, preservador de nostalgias nacionales, miró con escepticismo el billete aéreo que el otro le deslizó sobre la mesa del café.

Durante treinta años había vivido en Ginebra, conjurando a su patria en poemas cuidadosamente construídos y escasas declaraciones públicas. Así había permitido a sus compatriotas revivir un mundo ya desaparecido, donde el presente era estable y productivo, las esperanzas eran nuevas y el futuro era alcanzable.
En sus mesuradas y sardónicas protestas ellos reafirmaban sus ideales.
Con su poesía, y también su ausencia, había logrado que las esperanzas de ellos se eternizaran y permanecieran intactas. Él era un lejano recordatorio de cómo deberían ser las cosas.

“Volvé a casa, Pablo,” lo incitó Ernesto.

Hacía años que se había revocado la orden de arresto. Le habían ofrecido un puesto académico que había rehusado.

Se había auto-negado la experiencia cotidiana del país que era tema principal de su trabajo. Se había privado de los colectivos, las empanadas, el aire contaminado, los artistas callejeros, el olor a cloacas y los jardines. Había renunciado a la húmeda transición de verano a otoño, los faroles callejeros de tonos únicos, las cantidades de moneditas de valor ínfimo que abrían agujeros en sus bolsillos. Se había negado el envejecimiento de los amigos y la entropía natural de las familias.

No había vuelto nunca porque, en el fondo, sospechaba que ese país ya no existía. Bastaba un equipo de fútbol para conjurar tanta identidad nacional como sus meticulosamente elaborados poemas.

“Podrás dar conferencias, lecturas”, insistió Ernesto, “está todo listo”. Señaló el billete: “En primera clase, todo pago”.

Pablo cerró los ojos y pensó en todas las cosas normales de las que se había privado durante tantos años y en todo lo que había sucedido durante su ausencia.

“Mejor me quedo”, dijo, y empujó, rechazándolo, el billete.

Traducción de Patricia Grillo